Cuando en 1982 empecé a trabajar no tenía ninguna duda acerca de cuál era mi misión y cómo desempeñarla. Sabía con claridad qué debía evaluar, los criterios eran objetivos, firmes y científicos.
Cabía esperar que con el paso del tiempo y la experiencia acumulada está seguridad fuera en aumento y que el profesorado tuviéramos cada vez más claro cómo actuar en una sesión de evaluación.
Sin embargo, hoy, treinta y dos años después, los cambios sociales y tecnológicos de las sociedades desarrolladas de los últimos años incidieron también sobre los sesiones de evaluación y empezaron a intervenir criterios espurios de orden sociológico, como el riesgo de exclusión social; sicológico, como la importancia de no descolgarse del grupo de referencia; economicistas, como el exceso de alumnado en un nivel determinado; físicos, etc... que nos condujeron a una parte del profesorado a sentirnos inseguros acerca de cuáles eran los verdaderos criterios y a sentir la desazón de unos criterios subjetivos y variables.
Por eso, me sentí aliviada cuando oí hablar de la existencia de pruebas de evaluación internacionales, máxime cuando entendí que se habían diseñado a partir de estudios realizados sobre las claves de formación y desempeño profesionales de personas caracterizadas por su eficacia y eficiencia a la hora de abordar la resolución de problemas de índole profesional, social y humanos.
Este es el modelo que busco yo para mis alumnos, aspiro a que sean éticos y eficaces en la resolución de sus problemas personales y laborales.
Por lo tanto, las pruebas internacionales podrían darme una pauta de cuál debe ser su nivel de desempeño en mi asignatura en las diferentes fases formativas de las que yo soy responsable; indicarme sobre qué aspectos es conveniente incidir y de qué manera mejorar esa formación y finalmente nos permitirían a los alumnos y a mí reencontrarnos con una meta y unos objetivos claros que significarían también la vuelta a una evaluación con criterios objetivos.
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